Por: Gaby Vargas
El bell boy abre la puerta con una sonrisa y le da los buenos días a cada persona que entra. Observo esto mientras espero a mi esposo en el lobby de un hotel. Me llama la atención que la mayoría de las personas ignora por completo al joven; ensimismados en sus asuntos, cada cual se sigue de frente sin percatarse siquiera de su existencia. “Pobre, nadie le hace caso –pensé–. Ha de ser horrible estar en su lugar.”
Recordé momentos en que he tratado a alguien así, como una no-persona, sin establecer una conexión humana. Me acordé con remordimiento de un policía que trabajó durante 20 años como vigilante de la calle en donde vivo. Un día me dijo: “Señora, me despido; ya me dan mi retiro”. Todos los días lo vi, lo saludé y nunca tuve la delicadeza de preguntarle su nombre. Qué vergüenza sentí. ¿Cuántas veces he tratado con alguien –un dependiente, una cajera– a señas, sin validarlo lo suficiente por seguir la conversación en el celular? ¡Qué deshumanización! ¿en cuántas ocasiones no he tenido la atención de llamar por teléfono o tener un detalle con alguna amiga que pasa por una situación difícil? ¡Miles!
Se necesita estar del otro lado para entender.
Sin embargo, hay ocasiones en que nos sucede lo anterior y sólo queda decidir cómo reaccionamos; como por ejemplo, si has tenido alguna cirugía, sabrás que en la vida hay pocos momentos en que te sientes tan vulnerable como el de estar en la antesala del quirófano solo, con batita y gorra de tela desechable. Para ti es un momento crucial; para todos, eres un paciente más. Escuchas y observas al personal del hospital que indiferente va y viene metido en su labor mecánica y rutinaria. Observas cada detalle del techo para encontrar a qué asirte, distraer tu mente del temor y calmar tu cuerpo tembloroso. ¿Tiemblas por frío, nervios, las horas de ayuno acumuladas o por todo junto?
En uno de esos momentos en que te sientes una no-persona, aprendí una gran lección: me percaté de cuánto agradeces en el alma encontrarte con la empatía y la sensibilidad de alguien que te devuelve la certeza de que eres un ser humano. Me refiero a cosas sencillas, como una sonrisa, una mirada a los ojos, una palabra amable, un “va a sentir un poco de ardor”, antes de que te inyecten alguna sustancia. ¡En verdad no tiene precio que alguien bajo un tapabocas te tome de la mano en el momento en que la anestesista te dice “ya la voy a dormir”!
“Le voy a dar mi globo mágico”, me dijo Dorita, una hermosa enfermera, antes de entrar al quirófano. “Verá que con ese globo se le quita el frío y le encontramos la vena para la venoclisis. Su globo mágico consistía en un guante desechable relleno de agua caliente, que logró lo prometido. Al agradecerle me comentó: “Sé lo que es estar ahí. Yo he estado en su lugar. He tenido dos operaciones de mama por cáncer y ya tengo mis implantes”. Me enteré que vive a dos horas del hospital, que a veces tiene que doblar turnos, que ella mantiene a su marido, quien tiene hidrocefalia y de vez en cuando trabaja de mensajero. Para mi fue un ángel.
Lo confirmo: se necesita estar del otro lado para entender el valor que tienen los detalles de humanidad, de amistad, de compasión y de apoyo. Darlos, y no sólo recibirlos, es parte importante del aprendizaje.
A nadie le gusta sentirse invisible y menos que te traten como a un objeto. Te debilita y te hace vulnerable. Esa sensación tan frágil se equipara con estar desnudo frente a un grupo de personas vestidas; por eso nos defendemos a toda costa de ella.