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Por: Gaby Vargas

Era un sábado en el que un grupo de 50 jinetes habíamos organizado una cabalgata por el campo. “Oye, ¿por qué te tapas la cara si no hay polvo?”, me preguntó un niño al emparejar su caballo con el mío. José, como me enteré que se llamaba, de nueve años, era el único niño entre los jinetes. Llamaba la atención que José tenía “comal y metate” con todo aquel con quien emparejara su caballo.

Después de intercambiar algunos comentarios, le pregunté qué quería ser de grande. José, sin dudarlo, me contestó: “Presidente”.
Conozco poco a los Angoita, sus papás, pero a través de José y de ver la manera en que son sus otros cuatro hijos, puedo comprobar que son niños que se sienten y se saben queridos y queribles. Vaya fortuna.

Tus papás son tus primeros maestros. Tu familia, tu primer salón de clases. Ahí es en donde tomas tus primeras lecciones de todo, en especial del amor o de la ausencia del mismo. A través del trato con los familiares se intuye lo que es el amor o el vacío. Y la razón por la que esto es importante, es que estos mensajes de la infancia tienen una enorme influencia durante toda la vida.

Cuando te vuelves adulto, ya consciente de ello, tienes la capacidad de elegir qué hacer con esa información. Ésta tendrá, a su vez, una enorme influencia en las relaciones con tu familia, amigos, parejas y tus propios hijos.

Sin embargo, habría que ir a la base. En ocasiones no nos detenemos a analizar qué nos enseñaron nuestros papás, qué pensaban ellos acerca del amor, o si nuestros padres nos ayudaron a sentirnos queridos o queribles, o si se querían entre ellos o no. Cada quien tiene su historia y sabe lo amado que se siente o ha sentido.

Si bien como padres siempre tratamos de expresar nuestro amor a los hijos de la mejor manera posible, la realidad es que el asunto tiene más fondo. El reto para quienes somos padres, es la pregunta que Cheryl Richardson, autora de The Art of Self-Care, nos invita a hacernos: “¿Hubiera tenido una infancia más feliz si mi mamá o mi papá se hubieran amado más a sí mismos?”. Éste parece ser el gran tema y la raíz de todo.
Y la siguiente pregunta a hacernos por supuesto es: “¿Mis hijos tendrían una infancia más feliz si yo me amara más a mí mismo?”. Porque la manera en que nos tratamos a nosotros mismos es, al fin y al cabo, la manera en que tratamos a los demás. Es algo que hacemos de manera inconsciente. Me encanta como Rumi, el poeta sufí, expresa este principio de una manera muy sencilla: “Si me quiero a mí mismo, te quiero a ti. Si te quiero a ti, me quiero a mí mismo”. Las relaciones son espejos. Entre más observamos de cerca las relaciones con nuestros hijos y con los demás, más nos vemos reflejados a nosotros mismos.

Y no hay nada peor y que impregne más nuestra vida, trabajo, relaciones y nivel de felicidad que sentirnos no merecedores de amor. El doctor Robert Holden en su libro Loveability, llama a este temor el “miedo básico” y, en contraparte, llama la “verdad básica” a sentirnos dignos de ser amados. Es decir, en cada encuentro que tenemos en la vida, en cada relación, en el nivel más básico sólo hay dos cosas que en realidad suceden: o extiendo y contagio un “me siento querible”, o proyecto “no soy querible”. Eso es todo.

Ese día de la cabalgata, el trato y seguridad de José me reafirmaron todo lo que he leído y estudiado. Unos papás que se quieren a sí mismos, que se quieren entre ellos y quieren a sus hijos dan como resultado hijos que sin dudarlo, se sienten con la capacidad de ser presidentes.